Camino
en el parque al sol, mientras las hojas se mecen en armonía. En un banco, una
persona. Una persona entrada en años, pero que parecía más joven. Una persona
sin género, que esperaba. No se a quien o que esperaba, asi que decidí
acercarme.
-Lo
estaba esperando, dijo tranquilamente.
-¿A
mí?
-Si
a usted.
No
entendí el hecho de usar esa solemnidad.
-¿Sabía
que iba a estar aquí?
-Lo
estuve esperando todo este tiempo. Siéntese.
El
viento arremolinaba mi pelo mientras encontraba un espacio para sentarme. Era
una mañana cálida de domingo, como tantas otras mañanas cálidas de domingo.
-Vengo
a buscarlo
-¿Por
qué?
-Usted
está imputado en un crimen.
-¿El
qué?
-Sí,
lo que escucha, y me va a tener que acompañar.
-Déjeme
ver su placa, esto es un atropello.
-No
la necesito. Todo esta hecho.
Me
sentía en un relato kafkiano. Un Josef K en pleno siglo veintiuno. Un loco
diciéndome que me tiene que llevar no se adonde porque me imputan de un crimen.
El mundo esta loco.
-¿Y
qué pruebas tienen en mi contra?
- Lo
sabrá a su debido momento. Por eso tiene que acompañar.
El
viento comenzaba a hacerse mas fuerte. ¿Qué era lo que estaba pasando?
-A
usted no lo acompaño a ningún lado. ¡Qué atropello a todos mis derechos!
Derechos
que perdió al cometer ese atroz crimen.
-¿¡Qué
crimen!? ¡Si no cometí ningún crimen!
-Ah,
no se acuerda. Déjeme que lo haga por
usted. Iba por una avenida, sintiéndose poderoso. Había matado a un hombre. Se
creía poderoso, inmortal. Había ganado un buen dinero por ese trabajo.
De a
poco esas imágenes se iban haciendo más claras en mi cabeza. Pero no, no podía
ser, no tenía ningún arma.
-Que
no tenía ningún arma. Tóquese el bolsillo del pantalón.
Un
pequeño revolver. La cara del que tenía que matar pidiendo clemencia. Dos
tiros. Dos fogonazos. Una vida que se apagaba. Una luz me despierta. El fallo
en mi juicio ha sido dictado: muerte. Era el día de mi ejecución.