Recuerdo
el atardecer que te encontré, parada, en un médano, en una playa lejana.
Estabas ahí, con tu pelo suelto, enrulado, mirándome a través de tus anteojos.
Me miraste con cierta timidez, para luego esbozar una sonrisa. Me acordé del
final que tuviste que dar y luego de un apenas audible “hola” te pregunté como
te había ido. Me dijiste que todo anduvo bien y me agradecías por la ayuda que
te había dado. Te noté algo cansada, y me acuerdo que te sugerí que nos
sentáramos y contempláramos por un rato la caída del atardecer. Entre
movimientos automáticos, nos sentamos.
El sol bajaba mientras trataba de
romper el hielo. Traté de buscar un tema en común y la facu volvía una y otra
vez como último recurso. Recuerdo que me diste algunas correciones sobre un escrito
que te había mandado. Tenía muchos errores pero eran arreglables. Me podrías
haber dicho que era lo peor que habías leido, pero no me iba a importar. Te
había encontrado, parada, en un médano, en una playa lejana, y habías esbozado
una tímida sonrisa, mientras tu pelo enrulado se mecía con el viento y me
mirabas a través de tus anteojos.
Recuerdo cuando bajamos, ya un poco
más sueltos, y caminábamos por la orilla. Me contabas que te querías ir de tu
casa porque no te bancabas a tu vieja, demasiado conservadora, demasiado cuida.
Yo, queriendo que hagas eso y mucho más, te aconsejaba que lo hicieras, asi me
iba con vos a cualquier lado. No importaba donde. Tal vez cerca de acá, tal vez
en otra país o la quinta dimensión. Como dije hace una línea atrás, no
importaba.
Recuerdo cuando ya se hacía de noche
y te tuviste que ir. Me dijiste que te había gustado que te hiciera compañía y
compartir esas horas conmigo. Y querías hacerlo de nuevo. Yo, encantado, te
dije que sí, que cuando quieras lo podíamos volver a hacer. Te acompañé a la
parada del colectivo y con un beso en la mejilla y un chau nos despedimos.
Pero lo que más recuerdo, es que
esto nunca pasó. Te confundí con otra chica que encontré, parada, en un médano,
en una playa lejana.