martes, 15 de mayo de 2012

Caldo



                Una caracola atravesaba la playa. Avanzaba lentamente entre la arena pálida de un mayo gris plomo. Tenía que llegar a la escollera, a una cueva húmeda y oscura para descansar. Mientras se arrastraba usando sus ventosas, la espuma del mar la acariciaba con un frío sordo e inmisericorde. Pero ella continuaba. Tenía que alcanzar la escollera. Tenía que llegar a ese refugio soñado, a su paraíso de humedad y escarcha.
El viento dio paso a gotas de lluvia. Gotas que repiqueteaban como un tambor en el caparazón de la caracola. Tenía que apurarse porque sino el viento y la lluvia la iban a devolver al mar. Y estaba cansada de estar en el mar. En este punto,  revolviéndose intempestivamente. Ya no acariciaba a la caracola con su espuma fulgurante, sino que la atormentaba con su frío y su sal. La caracola empezó a mover sus ventosas un poco más rápido, se apretaba con mucha fuerza a cada gramo de arena que tocaba.  Continuar a toda costa para llegar a su cueva en la escollera. El mar hacía todo lo posible por sacarla de su curso, pero la caracola continuaba, indemne, su marcha hacia la cueva.
                Tras batallar por varios minutos, el mar calmó. La caracola vio un pequeño hueco en el cielo plomizo de mayo.  Un azul cielo junto a un amarillo sol empezaban a iluminar la pálida arena de la playa. La caracola estaba por llegar. La victoria estaba asegurada. Cada centímetro que avanzaba la acercaba cada vez más hacia su santuario, su propia cueva en la escollera.
                Al llegar a unos pasos de la escollera, la caracola siente elevarse. “Papá, papá, para hacerla en la sopa. Dale, hay que llevarla, que tengo mucha hambre.” La caracola vio la escollera por última vez, para esconderse dentro, muy dentro, de su caparazón.
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