jueves, 29 de septiembre de 2011

Bosque



(...)"El agua fría los mata, es triste el agua fría".
Julio Cortázar, Rayuela

        
            En un bosque se escondía una casa. En una casa, pegada a un pequeño lago, se escondía él. Alguien que dejó todo por la tranquilidad del bosque. Que dejó la vida citadina por un poco de naturaleza. La vida era simple en ese lugar. Bien temprano, salía a cazar. Los pinos con su aroma a resina lo saludaban. Luego de unas horas volvía con una presa. Luego al mediodía, casi siempre un baño en el lago. Lo rejuvenecía un poco, lo despabilaba. La tarde la pasaba leyendo unos libros que se había traído de su vida anterior. Era por lo único que era capaz de volver. Esta vez pidió por tiempo indeterminado  bastantes libros; los suficientes para leer un por un largo rato sin volver a ese lugar lleno de cemento. Al caer la noche, hacía una fogata afuera de su casa y contemplaba el lago por un largo tiempo. Volvía a su casa, tomaba un té de hierbas que él cultivaba y se iba a dormir.



“¿Qué hacés ahí? ¿Por qué  no volvés conmigo? Te estoy esperando en el lugar de siempre. Hace frío por acá. Tal vez si venís conmigo no me voy a sentir tan sola. Pero necesito que vengas, que estés acá al lado mío. No voy a parar hasta conseguirlo. Voy a perseguirte todos los días de tu vida. Me vas a encontrar acá y mientras estés cazando o leyendo. Sabés que te observo cada vez que mirás hacia acá todas las noches. Dale, despertate”.


            Abrió los ojos, sintiéndose un poco exaltado. Eso lo venía persiguiendo por varios meses. O años, ya no tenía idea desde ella lo perseguía. Sabía el porque. Pero no le hacía caso. Se vistió y fue a cazar. Volvió a su casa preparó el desayuno pero después de lo que había soñado, todavía estaba perturbado. Trató de leer algo, pero el sueño volvía, diciéndole lo que tenía que hacer. Por ahí, había que terminar lo que él empezó a denominar como farsa, como mentira, como historia a medio terminar. Tenía que decidirse. Trató de dormir un rato.

Hoooola. Sabés que ya no podés dormir. Que yo voy a estar acá esperándote. Dale ¿Por qué no venís? Ya te dije que me siento sola en este lugar ¿Viste que ya no podés leer, que ya no podés concentrarte? Vas a llegar a un punto donde no vas a saber que es lo real de lo imaginario. Te necesito. Ya no puedo más. Sabés que lo que hiciste estuvo mal. Pero te perdono. Te quiero. Dale, despertate”.


            Se despertó entrada la noche. Hizo un poco de fuego y se puso a contemplar el lago una noche más. Ella lo estaba perdonando. Tal vez era la manera de redimirse, una especie de expiación por lo que había hecho. Decidió que era hora de hacerle caso. Agarro varias brasas de la fogata y la llevo a la cabaña. Dejó que el fuego hiciera arder las paredes, la biblioteca, los libros, los muebles. Que el fuego consumiera todo eso. Antes que el humo lo sofocara, Salió. Vio como su cabaña se transformaba en cenizas. Él solo se fue acercando al lago. Despacio. Paso a paso. Y se dejó llevar.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Suprimir

Experimento dadaísta en el taller donde escribo. Título de diario original: Murdoch apretó la tecla "suprimir" Corté las letras y se armó la siguiente frase: "suprimir" apretó Murdoch tecla la.


“Suprimir” apretó Murdoch, tecla que la hizo desaparecer a Julia de la faz de la tierra. Se sentía Dios al hacer eso: podía destruir una vida en un par de segundos. Luego pensó en otra persona para desaparecer. Pensó en su jefe. Sí, ése va a tener que caer. Ese idiota que me jode día y noche en el trabajo. Sí, así no jode nunca más a nadie. Pensó por un segundo y deletreó minuciosamente el nombre de su víctima. Sin miramiento, vio de desde la pantalla de su computadora, cómo ese hombre se esfumaba. Estaba entusiasmado. Pensó en cada una de las personas que iba a destruir y las escribió en un archivo de Word. Pensó hacerlo en ese mismo instante, pero esperó al otro día para dar el golpe.
            Al otro día en el trabajo, todos sus compañeros estaban preocupados por la desaparición del jefe. No sabían que había pasado. La policía estaba empezando a buscar por todos lados, pero todavía no habían dado con él. Murdoch se regocijó por dentro. Nunca lo iban a encontrar, por más que los buscaran por cielo y tierra.  Podían buscar por toda la Vía Láctea y no lo iban a encontrar. Nunca. Murdoch quería estar en su casa, para continuar su vendetta contra todas esas personas que odiaba. Pensaba y repensaba en su próxima víctima ¿Sería el portero del edificio donde vivía? ¿Sería el vecino de al lado, que no lo dejaba dormir los sábados? Volvió a su casa pensando en todo eso.
            Preparó café y tostadas e inició su computadora. Mientras arrancaba el sistema operativo, bebía de a sorbos su café. Al aparecer su escritorio, no dudó en hacer doble click en Word. Ahí estaba su lista de víctimas. Solo tenía que apretar suprimir y listo. Ya no estarían más. Abrió el archivo y lo fue leyendo despacio, deletreando cada vocal y consonante de esos nombres. Nombres que al fin y al cabo eran personas. Pero a él eso ya no le importaba. Eran una molestia que debía ser eliminada.
            Primero fue con una compañera de trabajo. Todos los días le pedía algo y nunca se lo devolvía: una lapicera, un café, algo de plata. Suprimir. Después un ex amigo del colegio, que le robó a su novia de la secundaria. Suprimir. La lista se hacía cada vez mas corta. Suprimir. Suprimir. Suprimir. A veces apretaba la tecla con bronca, como un mercenario disparando a mansalva con su ametralladora. Otras veces lo hacía con delicadeza, como si disparara con un rifle francotirador desde cientos de metros de distancia. Ya no importaba nada. Había que suprimir.
            Se le fue la noche suprimiendo gente. Ya solo quedaban dos o tres personas. Se tomó un breve descanso. Preparó más café y lo tomó de un sorbo, como un shot de tequila. Al sentarse de nuevo en la computadora, se sintió desganado, cansado, como si se evaporara ¿No sería que…? No. Imposible. Solo él podía suprimir. Se sintió en el aire, como si eferveciera, como si fuera la solución del té Vick. Fueron desapareciendo sus piernas, sus brazos, su torso, su cabeza. Alguien, desde otro lugar apretó la tecla suprimir.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Puertas


            Tenía enfrente tres puertas. No sabía que hacer. En cada una de ellas decía: vos, yo y nosotros. Abrió la que decía vos y se vió a sí mismo en un espejo. Sin embargo, el reflejo no le respondía. Levantó una mano y su otro yo en el espejo no se inmutaba. Hablaba, pero su alter ego en el otro lado estaba callado. Finalmente le pregunta ¿quién sós? Soy lo que vos querés que sea. Puedo ser un gran sabio, un gran maestro, un gran rufián. Todo eso esta acá, tocándose la cabeza con su dedo índice. Vos me convertís, vos me transformás. Me podes crear o destruir. Eso depende de vos. Dentro de este espejo, soy un reflejo de lo que construiste. Al terminar su discurso, desapareció.
           
Al salir, se dirigió a la puerta que decía yo. Entró y vio una sala de cine con un solo asiento. Se sentó y al instante un proyector empezó a transmitir imágenes en primera persona de vivencias que tuvo a lo largo de su vida. La escuela, la niñez, la adultez, el amor, el desengaño y el paso del tiempo. De su tiempo. Notaba que al pasar la película, él se transformaba en ese niño, en ese adolescente, en ese adulto que miraba en la pantalla. Al llegar al final, el cine y toda la parafernalia de esa sala desapareció. Decidió salir y enfrentarse a la última puerta: nosotros.
           
En ella encontró dos sillas en medio de una bombita de luz. Se sentó y entre la oscuridad salió su otro yo. Le dijo que era tiempo que ellos dos se unan, porque era hora de irse. Le pregunta a donde tenían que ir. Le contestó en sí no sabía muy bien. Demasiadas historias contadas por demasiadas religiones daban cuenta de ese lugar. El tema era que ninguno se podía ir sin el otro. Los dos tenían que estar unidos para cruzar la puerta final. Puerta que iba a aparecer si en ese momento decidía irse. Le objetó esa decisión, pero su otro yo le dijo que no había vuelta atrás. Se iba a quedar ahí hasta que decidiera dar el paso. Sabiendo que tarde o temprano tenía que moverse, aceptó. Al salir, apareció una cuarta puerta. No decía nada. Solamente había que entrar. Abrió la puerta y los dos cruzaron el umbral.

***
            En la sala de terapia intensiva, el paciente de la habitación doscientos tres alertó a los médicos, ya que el aparato que medía sus pulsaciones se habían detenido en un aletargado y agudo sonido. Lo intentaron reanimar, pero fue en vano. Ya no se podía hacer nada más por él. Acordaron el horario de la muerte y se lo informaron a la familia. Taparon al cadáver y se lo llevaron. Luego, apagaron la luz y cerraron la puerta de la habitación.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Despedida


            Este nuevo amanecer

mientras se vuela el presente,

me trajo todo el ayer

tu retrato entre la gente

Amor Ausente F. Toro

            Yo No tenía idea que, al subir al colectivo, sería la última vez que te iba a ver. No, no a tú hermana. A vos. No tenía el mínimo atisbo de que, cuando miraba el mar en medio de la noche, la suerte ya estaba echada. Que cuando bajara del colectivo, no iba a tomar (al día de hoy) esa línea de nuevo. Simplemente me hiciste desaparecer. Simplemente decidiste desaparecer de mi vida. Le diste un desenlace a lo que vivimos, cuando todavía creía (iluso yo) que estábamos en el nudo. Cuando quise reaccionar, ya era tarde. Todo estaba dicho.
            Digo lo que digo porque hace rato que venía pensando en que me había equivocado de persona. En que sentía que tenía una conexión mucho más fuerte con vos que con tu hermana. Creo que por (estúpidos) prejuicios no quise dar un paso más. (Lamentablemente) Ahora que lo pienso, no tendría que haberme sentido así. No tenía que haber dejado que esos prejuicios ganaran. Tendría que haberte dicho que me acompañaras a casa esa madrugada, para que yo pudiera subir ese escalón de mi casa, quedar a tu misma altura y darte un beso. Y pedirte que te quedaras hasta que el sol saliera.
            Pero no. Cometí errores. Errores tontos, pero errores al fin. Algo que tendría que haber callado. Algo que nunca tendría que haber mencionado. Especulaciones, entredichos, todo lo que vivimos se terminó por eso. Por chismes berretas que no venían al caso. Pero Los errores se pagan. Y caro. Muy caro. Tan caro me costaron, que ya no puedo verte. Ya no puedo tocarte. Ya no puedo sentirte.
            Te cuento que me costó acostumbrarme a todo esto. A saber que estás tan cerca, y tan lejos a la misma vez. A tener que olvidarte y dar vuelta la página. A evitar canciones, bandas, solo porque me recuerdan a vos. Porque me recuerdan a las mañanas cuando te veía. A las noches cuando hablábamos por horas interminables. Cuando nos reíamos. Cuando nos mirábamos. Los primeros días fueron muy difíciles. Es ahí cuando las obligaciones ayudan a no pensar. Pero las noches eran complicadas. Muy complicadas.
            El tiempo ayuda a evadir, pero no a olvidar. Ayuda a evadir los momentos feos para recordar los felices. Para recordarme del día que tu hermana puso cara cuando no me gustó lo que había preparado para comer (¡encima había estado toda la tarde-noche para hacer esa comida! (¡maldita salsa!)), cuando fui un recital porque iba ella, en fin, esa clase de recuerdos. No el recuerdo de los mensajes y las llamadas inútiles, cuando mi error no tenía posibilidad de poder ser enmendado. De pensar que no te andaba el celular, hasta darme cuenta de la realidad.
            Decidí a escribir esto porque te me viniste de repente en medio de la noche, mientras terminaba de ver una película. Llegaste como un pensamiento que decidió anidar en mi mente por lo que restaba de la noche. Rondaste por toda ella metiéndote en lugares que pensaba estaban cerrados. Con llave y candado. Con códigos de seguridad e identificación de huellas dactilares. Sin embargo rompiste con todo eso. Pensé en hacer esto como último recurso, para ver si te puedo dejar atrás.
            Ya es hora de que vaya concluyendo, porque creo que ya dije todo lo que tenía para decirte. Ojala pudiera encontrarte de vuelta para decirte todo esto cara a cara. Lamentablemente, cuanto más quiero encontrarte, parece que vos te empecinas en alejarte mas y mas. A pesar de la cercanía, de saber la línea de colectivo, de estar a dos pesos con diez lejos de vos, no puedo. Farewell. Que tengas una buena vida

jueves, 1 de septiembre de 2011

Él


Me enteré una calurosa mañana, que mi hermano había fallecido en un accidente. La policía me dijo que murió mientras manejaba por la autopista y que estaba en la morgue. Me pidieron amablemente que identificara el cuerpo. Les pregunté como me encontraron, me contestan que él tenía su documento y los papeles del auto e hicieron las averiguaciones para dar conmigo. Les agradecí y dije que iba a ir inmediatamente para allá. Apenas me arreglé un poco, ni siquiera alcancé a maquillarme. Salí de casa y fui a tomar el tren para ir la morgue.

Cuando Llegué a la estación, todavía estaba intentando comprender lo que me habían dicho. Esa personita que conocía desde que tengo memoria había dejado de existir. Ese que a veces me hacía dejar de jugar a las muñecas para correr detrás de una pelota, que me ayudó a elegir mi carrera, que la alegría lo inundó cuando se enteró que estaba embarazada y que iba a ser tío, no estabas mas. En la boletería pido un boleta de ida solamente. Luego me siento en un banco del andén a esperar el tren. Quince minutos después, la bocina indica que llegó.

Trato de esquivar a la gente que sale del tren. Cuando consigo entrar, me siento frente a una señora rubia, de ojos verdes, con anteojos, que mira un poco extrañada. Ya lo sé. Parece que recien salgo (o entro) de alguna película de terror. Una película demasiado real. El tren arranca y miro a la ventana y las casas y casuchas que veo se funden a mucha velocidad, mientras trato de evadir y evadirme.
No me doy cuenta, pero creo que estoy murmurando. Lo estoy nombrando, a ver si por alguna casualidad me vuelven a llamar y decirme que se equivocaron, que mi hermano solo esta herido, que todo estaba bien. Sin embargo, la llamada no sucede. No, no va a suceder eso jamás. Mientras pienso en todo eso, lloro. Otra cosa de la que no me doy cuenta.

La señora enfrente mío baja, y a mí me que quedan dos paradas mas. Se que ya queda poco tiempo para que vea a mi hermano. O lo que queda de él. Ya poco importa. Trato de arreglarme un poco, de componerme un poco. Ahora ya falta una sola parada. Solo diez minutos mas de trayecto y todo (creo) habrá terminado.

El tren aminora la marcha, hace sonar la bocina y el traqueteo se hace mas pausado. Como cuando un corazón cansado decide que ya es hora y deja de latir. Me levanto y voy hasta la puerta. Solo yo bajo en esta parada. El tren finalmente para. Cruzo el umbral y ni bien hago unos pocos pasos lo veo. Me mira, sonríe y saluda. No alcanzo a hacer nada, por que no esta mas. La gente pasa. El tiempo  también. Y yo solo voy a identificar el cadáver de mi hermano.

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