Tenía
enfrente tres puertas. No sabía que hacer. En cada una de ellas decía: vos, yo
y nosotros. Abrió la que decía vos y se vió a sí mismo en un espejo. Sin
embargo, el reflejo no le respondía. Levantó una mano y su otro yo en el espejo
no se inmutaba. Hablaba, pero su alter ego en el otro lado estaba callado.
Finalmente le pregunta ¿quién sós? Soy lo que vos querés que sea. Puedo ser un
gran sabio, un gran maestro, un gran rufián. Todo eso esta acá, tocándose la
cabeza con su dedo índice. Vos me convertís, vos me transformás. Me podes crear
o destruir. Eso depende de vos. Dentro de este espejo, soy un reflejo de lo que
construiste. Al terminar su discurso, desapareció.
Al
salir, se dirigió a la puerta que decía yo. Entró y vio una sala de cine con un
solo asiento. Se sentó y al instante un proyector empezó a transmitir imágenes
en primera persona de vivencias que tuvo a lo largo de su vida. La escuela, la
niñez, la adultez, el amor, el desengaño y el paso del tiempo. De su tiempo.
Notaba que al pasar la película, él se transformaba en ese niño, en ese
adolescente, en ese adulto que miraba en la pantalla. Al llegar al final, el
cine y toda la parafernalia de esa sala desapareció. Decidió salir y
enfrentarse a la última puerta: nosotros.
En
ella encontró dos sillas en medio de una bombita de luz. Se sentó y entre la
oscuridad salió su otro yo. Le dijo que era tiempo que ellos dos se unan,
porque era hora de irse. Le pregunta a donde tenían que ir. Le contestó en sí
no sabía muy bien. Demasiadas historias contadas por demasiadas religiones
daban cuenta de ese lugar. El tema era que ninguno se podía ir sin el otro. Los
dos tenían que estar unidos para cruzar la puerta final. Puerta que iba a
aparecer si en ese momento decidía irse. Le objetó esa decisión, pero su otro
yo le dijo que no había vuelta atrás. Se iba a quedar ahí hasta que decidiera
dar el paso. Sabiendo que tarde o temprano tenía que moverse, aceptó. Al salir,
apareció una cuarta puerta. No decía nada. Solamente había que entrar. Abrió la
puerta y los dos cruzaron el umbral.
***
En
la sala de terapia intensiva, el paciente de la habitación doscientos tres
alertó a los médicos, ya que el aparato que medía sus pulsaciones se habían
detenido en un aletargado y agudo sonido. Lo intentaron reanimar, pero fue en
vano. Ya no se podía hacer nada más por él. Acordaron el horario de la muerte y
se lo informaron a la familia. Taparon al cadáver y se lo llevaron. Luego,
apagaron la luz y cerraron la puerta de la habitación.
1 comentario:
creo que hoy andamos atravesando puertas...causalidades...*
Publicar un comentario