jueves, 20 de octubre de 2011

El puente y el trén


Me abuelo me contaba de chico, sobre la llegada del tren a su pueblo. El vivía en un pequeño pueblo de Santa Fe, lindante con Santiago del Estero. Era un típico pueblo argentino en los años cuarenta: había una comisaría, la intendencia, la iglesia y la plaza en el medio. Como casi todo pueblo, la única emoción, el momento donde la gente se reunía en una especie de celebración era la llegada del tren. Él me decía que se quedaba en una especie de puente mientras miraba a la gente que bajaba, a los que charlaban animadamente en primera, en esos vagones-comedor. La gente del pueblo los saludaba, preguntándose tal vez como sería esa vida, que se sentiría ir en primera clase.
             Se quedó mirando un buen rato el ese vagón, viendo como comían, que hacían, adivinando de que hablaban. Los miraba como si fueran de otro mundo, de otro planeta, de otro universo. Comían cosas que no se parecían a la sopa que hacía su mamá a la hora del almuerzo, hora a la que si o si tenía que estar en la mesa porque su papá sino no lo dejaba comer. Vestían de manera elegante, a la alta escuela. Con trajes los señores, con vestidos de seda las señoras. Él Pensaba tal vez que hablaban de cosas importantes, de tratados de comercio, de novelas de grandes autores. Aunque también podían hablar de cómo había terminado el último partido de Boca o sobre los fantásticos goles de Arsenio Erico en Independiente.
            Pero mi abuelo siempre recordaba algo que al día de hoy no le encontró explicación alguna. Mientras miraba a esa gran ventana del vagón de primera, noto entre toda esa gente a un chico. Misma altura que él, ojos marrones como los de él, misma cara, misma complexión, mismo todo. Se sobresaltó. Trató de acercarse más a la ventana para ver si era verdad o estaba en alguna clase de sueño. Bajo del puente para comprobarlo. Efectivamente, el chico que estaba en ese vagón era, de alguna manera, un reflejo, un espejo, un calco. Se frotó los ojos, anonadado por lo que estaba sucediendo. Ninguna escuela, ni la primaria, ni la secundaria, ni siquiera lo que se puede aprender en la calle lo había preparado para experimentar ese suceso. Pasmado frente a ese pedazo del tren, vio como ese chico se paraba y se acercaba a la ventana.
            Quedaron casi frente a frente. Las miradas se cruzaron y estancaron en esos breves minutos, que parecieron según cuenta mi abuelo, la eternidad en su máximo esplendor. Mientras tanto, la gente pasaba entre ellos deseando buen viaje, despidiéndose de familiares o amigos. La locomotora hizo sonar su bocina. Empezó a acelerar. Mi abuelo, estático en ese andén de la estación de su pueblo, no apartó la vista de su otro yo. Ese ser se quedó en esa ventana, viéndolo incansablemente, taciturnamente. Mi abuelo siempre termina su historia diciendo que fijó sus ojos en él todo el tiempo.  Hasta que lo perdió de vista.

2 comentarios:

silvia zappia dijo...

el otro, el mismo...


beso*

Larsson dijo...

Me gusto edu eh, asi como me gusta a mi: cortito y al pie.
Genial.

Hola Rayu' tanto tiempo! xD

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