Me abuelo me contaba de chico,
sobre la llegada del tren a su pueblo. El vivía en un pequeño pueblo de Santa
Fe, lindante con Santiago del Estero. Era un típico pueblo argentino en los
años cuarenta: había una comisaría, la intendencia, la iglesia y la plaza en el
medio. Como casi todo pueblo, la única emoción, el momento donde la gente se
reunía en una especie de celebración era la llegada del tren. Él me decía que
se quedaba en una especie de puente mientras miraba a la gente que bajaba, a
los que charlaban animadamente en primera, en esos vagones-comedor. La gente
del pueblo los saludaba, preguntándose tal vez como sería esa vida, que se
sentiría ir en primera clase.
Se quedó mirando un buen rato el ese vagón, viendo como comían, que hacían,
adivinando de que hablaban. Los miraba como si fueran de otro mundo, de otro
planeta, de otro universo. Comían cosas que no se parecían a la sopa que hacía
su mamá a la hora del almuerzo, hora a la que si o si tenía que estar en la
mesa porque su papá sino no lo dejaba comer. Vestían de manera elegante, a la
alta escuela. Con trajes los señores, con vestidos de seda las señoras. Él
Pensaba tal vez que hablaban de cosas importantes, de tratados de comercio, de
novelas de grandes autores. Aunque también podían hablar de cómo había
terminado el último partido de Boca o sobre los fantásticos goles de Arsenio
Erico en Independiente.
Pero
mi abuelo siempre recordaba algo que al día de hoy no le encontró explicación
alguna. Mientras miraba a esa gran ventana del vagón de primera, noto entre
toda esa gente a un chico. Misma altura que él, ojos marrones como los de él,
misma cara, misma complexión, mismo todo. Se sobresaltó. Trató de acercarse más
a la ventana para ver si era verdad o estaba en alguna clase de sueño. Bajo del
puente para comprobarlo. Efectivamente, el chico que estaba en ese vagón era,
de alguna manera, un reflejo, un espejo, un calco. Se frotó los ojos, anonadado
por lo que estaba sucediendo. Ninguna escuela, ni la primaria, ni la
secundaria, ni siquiera lo que se puede aprender en la calle lo había preparado
para experimentar ese suceso. Pasmado frente a ese pedazo del tren, vio como
ese chico se paraba y se acercaba a la ventana.
Quedaron
casi frente a frente. Las miradas se cruzaron y estancaron en esos breves
minutos, que parecieron según cuenta mi abuelo, la eternidad en su máximo
esplendor. Mientras tanto, la gente pasaba entre ellos deseando buen
viaje, despidiéndose de familiares o amigos. La locomotora hizo sonar su
bocina. Empezó a acelerar. Mi abuelo, estático en ese andén de la estación de
su pueblo, no apartó la vista de su otro yo. Ese ser se quedó en esa ventana,
viéndolo incansablemente, taciturnamente. Mi abuelo siempre termina su historia
diciendo que fijó sus ojos en él todo el tiempo. Hasta que lo perdió de vista.
2 comentarios:
el otro, el mismo...
beso*
Me gusto edu eh, asi como me gusta a mi: cortito y al pie.
Genial.
Hola Rayu' tanto tiempo! xD
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