jueves, 27 de octubre de 2011

Me gusta contar historias


Era de mañana. El sol mostraba sus primeras facetas de gigante enceguecedor. Me desperté dentro de la cabina de mi camión. Fui a la parte de atrás para prepararme el desayuno. Un humilde café con leche y unas galletitas dulces que había comprado en un pueblo horas atrás. Tanto el aroma como el azúcar del café y las galletitas me levantaron el ánimo. Volví al asiento del conductor, mirando desde la vera de la ruta el paisaje, mientras tomaba el café hecho hace pocos instantes. La llanura se extendía hasta donde podía ver. Los campos se hundían y reflotaban como las olas del mar. Pensaba en la elección que había hecho de ser camionero. Me había aburrido la vida de ciudad, siempre de un mismo lado a otro. Siempre repitiendo, siempre aceptando. Le di un vuelco de 360º a mi vida y decidí abandonar esa forma de vivir por algo más libre, más emancipador. Esa oportunidad me la dio el camión que estoy manejando en este momento. Es tener la oportunidad de elegir adonde quiero ir. A veces, si no hay mucho trabajo, tengo que entrar en una empresa y seguir un camino establecido. Pero cada vez que puedo, como sucede en este momento, me gusta trabajar por mi propia cuenta. Eligiendo hacia adonde quiero ir. Cuan lejos quiero ir.
            Enfrente de mí el tablero con algo de la parafernalia de un camión del siglo veintiuno. En el medio un GPS para no perderme, como me sucedía años atrás, en algunas rutas que considero peligrosas o al menos, engañosas. En el asiento de acompañante tengo un par de libros para no aburrirme y una pequeña tablet que tengo para no tener que cargar la biblioteca entera de mi casa. Pequeño gusto que me dí al terminar un viaje a una ciudad ya lejana en mi recuerdo Me doy cuenta que estoy rodeado de indicaciones, de letreros, de señales. Cada uno de ellos con letras, números, símbolos. No puedo escapar de ese mundo del que a veces formo parte y a veces me excluyo. Una relación amor-odio de nunca acabar. Pude escapar de la rutina, de las calles llenas de  gente, de las luces, los carteles y los shoppings, pero nunca de esos símbolos. Creo igual, son las palabras las que terminan por atraparme.
            Este escape rutinario que hago todos los días a esta hora de la mañana, van a ser productivos algún día. Creo que en cualquier momento me va a  agarrar la locura y empiezo a escribir sobre cualquier cosa. No importa la historia. Si es simple, es triste, alegre o aburrida, solamente quiero contar una historia. Quiero contar lo que pasa, lo que me pasa. Lo que vivo y experimento en este asiento de conductor de un camión. Él que me permite pensar, reflexionar sobre lo que hago o dejo de hacer o, en este caso, escribir. Tengo que agarrar mi tablet, aprovechar el hecho que le compre un teclado, engancharlo en el puerto USB y narrar. O como me gusta decir a mí, contar historias. Ya fue. Antes de arrancar el camión voy hasta el asiento del acompañante y prendo mi tablet. Espero un poco hasta que inicie y conecto el teclado en el USB. Un doble golpeteo con mi dedo índice a la pantalla  al procesador de textos de mi moderna mini-computadora, y aparece una hoja digital, pero hoja al fin, en blanco.
            Mi mente está como esa hoja. Dejo pasar unos minutos para concentrarme y decidir como abrir esta historia. Como darle un puntapié inicial. ¿Qué hago? ¿Uso los clichés de siempre, arranco con un personaje o describo el paisaje? ¿Dejo que el personaje domine al paisaje o que el paisaje domine al personaje y los sitúe en un lugar determinado? Tal vez puedo ser simple y hacer como en los cuentos de antaño: un “Había una vez” o “En un pueblo alejado”. También puedo inventar un universo, puedo ser el Dios de mis personajes, hacer y deshacerlos sin ningún miramiento. Puedo dejarlos que me muestren lo que quiero contar, descubrirlo poco a poco. Sino imaginarme que abro una puerta hacia Dios, o sea, yo mismo, sabe donde. Ahí es donde me encontraría poco a poco a mis personajes, mis paisajes, las historias que yo quiero contar, tal vez en forma de cuento, de microrrelato, de novela. Soy Dios en mi historia ¿no? Puedo tomar todo esto junto y hacer una ensalada de relatos, de experiencias, de historias. Hasta puedo repetir miles de veces una frase como all work and no play makes Jack a dull boy como el personaje de El Resplandor. Puede alguien estar escribiéndome y no darme cuenta. Alguien que ya me pensó y  me esta haciendo letra por letra, palabra por palabra, párrafo a párrafo y ni siquiera me daría cuenta.
            Puedo arrancar con alguna cita de algún escritor más famoso que yo, para darme aires de gran lector y de alguna manera recomendar algo a mis futuros lectores para que lean lo que leí. Para que vean porque elegí esa cita. Poner una poesía acaso, para mostrar algún lado sentimentalista o no. Sinceramente, puedo hacer cualquier cosa. Todo está inventado, todo está escrito ¿Qué importa? La página digital de mi tablet me está esperando. Esperando que yo la llene con muchas letras, palabras y párrafos. Con miles de cuentos, de historias, de relatos. De poesías o poemas. Con personajes y paisajes, con héroes o villanos. Con personas que les pasa algo y que yo desde mi puesto de Gran Dios de la historia puedo desentramar. Puedo empezar la historia y desarrollarla de todas esas formas que he dicho. Y más. Mucho más
            O tal vez puedo arrancar diciendo: Así comenzó este viaje.

jueves, 20 de octubre de 2011

El puente y el trén


Me abuelo me contaba de chico, sobre la llegada del tren a su pueblo. El vivía en un pequeño pueblo de Santa Fe, lindante con Santiago del Estero. Era un típico pueblo argentino en los años cuarenta: había una comisaría, la intendencia, la iglesia y la plaza en el medio. Como casi todo pueblo, la única emoción, el momento donde la gente se reunía en una especie de celebración era la llegada del tren. Él me decía que se quedaba en una especie de puente mientras miraba a la gente que bajaba, a los que charlaban animadamente en primera, en esos vagones-comedor. La gente del pueblo los saludaba, preguntándose tal vez como sería esa vida, que se sentiría ir en primera clase.
             Se quedó mirando un buen rato el ese vagón, viendo como comían, que hacían, adivinando de que hablaban. Los miraba como si fueran de otro mundo, de otro planeta, de otro universo. Comían cosas que no se parecían a la sopa que hacía su mamá a la hora del almuerzo, hora a la que si o si tenía que estar en la mesa porque su papá sino no lo dejaba comer. Vestían de manera elegante, a la alta escuela. Con trajes los señores, con vestidos de seda las señoras. Él Pensaba tal vez que hablaban de cosas importantes, de tratados de comercio, de novelas de grandes autores. Aunque también podían hablar de cómo había terminado el último partido de Boca o sobre los fantásticos goles de Arsenio Erico en Independiente.
            Pero mi abuelo siempre recordaba algo que al día de hoy no le encontró explicación alguna. Mientras miraba a esa gran ventana del vagón de primera, noto entre toda esa gente a un chico. Misma altura que él, ojos marrones como los de él, misma cara, misma complexión, mismo todo. Se sobresaltó. Trató de acercarse más a la ventana para ver si era verdad o estaba en alguna clase de sueño. Bajo del puente para comprobarlo. Efectivamente, el chico que estaba en ese vagón era, de alguna manera, un reflejo, un espejo, un calco. Se frotó los ojos, anonadado por lo que estaba sucediendo. Ninguna escuela, ni la primaria, ni la secundaria, ni siquiera lo que se puede aprender en la calle lo había preparado para experimentar ese suceso. Pasmado frente a ese pedazo del tren, vio como ese chico se paraba y se acercaba a la ventana.
            Quedaron casi frente a frente. Las miradas se cruzaron y estancaron en esos breves minutos, que parecieron según cuenta mi abuelo, la eternidad en su máximo esplendor. Mientras tanto, la gente pasaba entre ellos deseando buen viaje, despidiéndose de familiares o amigos. La locomotora hizo sonar su bocina. Empezó a acelerar. Mi abuelo, estático en ese andén de la estación de su pueblo, no apartó la vista de su otro yo. Ese ser se quedó en esa ventana, viéndolo incansablemente, taciturnamente. Mi abuelo siempre termina su historia diciendo que fijó sus ojos en él todo el tiempo.  Hasta que lo perdió de vista.

jueves, 13 de octubre de 2011

Plaza


Cuando era chico, me llevaban a jugar a la plaza España, frontera de Constitución y Barracas, en Buenos Aires. Es bastante grande. De forma irregular, con una estatua de algún  prócer (creo que es San Martín o Belgrano, tenía cuatro años en ese entonces) y en el medio unas hamacas, sube y bajas y un tobogán. Pero lo que más me gustaba hacer en ese lugar, era llevar mi bici y andar a toda velocidad por una de las cuadras, que parecía una recta de carreras. Era todo un ritual llegar hasta ese lugar. Yo vivía en un departamento en la calle Salta, a unos pasos de la avenida Caseros. Era de dos ambientes con cocina, living, baño y un dormitorio. Siendo de chico un poco hiperactivo y con pie plano, mi mama me llevaba a la plaza, para que no molestara a las señoras grandes que vivían debajo con el sonido de mis zapatos que supuestamente corregían mis problemáticos pies. Me ponía unas zapatillas, y salía rápidamente por una escalera de mármol rojo hasta la calle. Caminaba hasta mitad de cuadra, cruzando la calle con mi mamá de la mano. En la esquina de la plaza, mi mamá me dejaba subir a mi bicicleta.
            Era muy chiquita, justa para un nene de cuatro años como yo. Me acuerdo del manubrio con unos plásticos color verde en los extremos, que tenían el contorno de posibles dedos. En el medio, una cobertura de poliestireno cubierto con otro plástico, para evitar un posible golpe en algún posible accidente. Luego venía el asiento de color negro y entre el cuadro blanco, una rueda delantera y  trasera, con estrellas pegadas en una tapa blanca en vez de los típicos rayos y dos rueditas de apoyo. Cuando mis pies quedaban en los pedales, también verdes, arrancaba de manera desaforada para mis cuatro años de edad de una esquina a otra de esa recta de la plaza España. Recta de un color negro, creo yo por ser de asfalto o de algún material parecido. Lo que me hacia andar como un loco era que del lado de la plaza, había unas protuberancias que usaba para saltar. Nunca atinaba a doblar en las esquinas, siempre mi momento Schumacher era en esa cuadra recta.
            En una de esas carreras, alcancé a ver a una mujer sentada en un banco. Parecía una mujer joven, bah a esa edad los adultos o son muy viejos o muy jóvenes. Era rubia, con ojos celestes y flaca, muy flaca. Se veía nerviosa, apurada. Yo solo iba y venia por esa cuadra, teniendo cuidado de no irme mas allá de la esquina. Mi mamá me había prohibido hablar con extraños, por eso yo solo la observaba mientras andaba en mi bicicleta. A veces me detenía, cansado, y me quedaba mirándola. Tenía un aire familiar, como si ya la hubiera visto. Miraba a la nada, pensando en Dios sabe que cosa. Yo seguía pedaleando ida y vuelta, tratando de no irme mas allá de la esquina. Me subía a esos montoncitos de cemento e iba lo más rápido que mis pequeñas piernas podían dar. En todo eso la tarde se había hecho tarde-noche. Mi mamá ya me había dado el ultimátum para irnos a casa. La mujer seguía ahí sentada en un banco de la plaza España. En una de las últimas vueltas que daba, se para, me mira y me dice “Tengo que ir a buscar a mi hijo. Es casi de tu edad”. Después de decir esas palabras, se alejó.
            Traté de no irme mas allá de la esquina, pero no pude. Traté de no mirar, pero no pude. Todas las imágenes se agolpan en mi cabeza todavía hoy: al irme mas allá de la esquina, escuche a mi mamá gritando mi nombre y luego sus pasos frenéticos en dirección hacia mí. Primero veo un auto negro, chocado en la parte de adelante. Luego un auto color gris, chocado en uno de sus costados. Veo vidrios, veo un montón de líquido bordó, veo un cuerpo. Mi mamá mientas grita, atina a taparme los ojos y a agarrar la bicicleta, mientras yo le decía que esa era la señora que había visto al andar en bicicleta, sentada en un banco de la cuadra recta de la plaza España, frontera de Barracas y Constitución allá, en Buenos Aires.
***
¿Será que me acordaba de ella, quizás porque me buscaba a mí?

jueves, 6 de octubre de 2011

Guerra


Son of a bitch! I’m so glad you’re leaving! She began to cry.
You can’t even look me in the face, can you?
Raymond Carver, Popular Mechanics



            “¡La tarjeta de crédito amor! ¿Me ves cara de Rockefeller?” Le reprochó Gabriel a Ana al llegar del trabajo. “Sabés que dentro de poco hay que pagar la hipoteca del departamento”. A Ana no se le movía un pelo. Poco le importaba su marido; hacía rato que ella dejo de considerarlo eso. Apenas era un acompañante, alguien con quien discutir un rato para evitar el aburrimiento de la rutina. Tal vez era un aviso, uno que tendría que avivar a Gabriel un poco. Tenía que ser una advertencia de que ella no lo soportaba. “Bueno Gabi tenía que pagar los materiales y el decodificador al técnico del cable ¿O no te gusta ver tus porno en HD?” Le retrucó Ana. “Ah bueno, ahora soy depravado sexual, ¿no?”  Contesto Gabriel alzando un poco la voz. “No, no es eso” alcanzó a decir ella “¿Y qué es entonces Ana? Decímelo por favor, no vamos a andar discutiendo por pavadas”.
            El pequeño living del departamento se fue transformando poco a poco en un campo de batalla. Cada uno fue cavando trincheras, preparando los nidos de ametralladoras, dándoles órdenes a los soldados para moverse. Apostados cada uno desde un vantage point, se miraban decididos a atacar. “Ah! ¿O sea qué tus ganas de ver porno en vez de coger conmigo son pavadas? ¿¡Es eso lo que querés decir Gabriel!? Ana disparó el primer cañón de artillería derecho hacia la masculinidad de él. “¿Qué?” Solo atinó a decir Gabriel, estupefacto por la contundencia de lo que su esposa le acababa de decir. Los soldados de Ana iban avanzando decididamente hacia las trincheras de Gabriel. Sus soldados trataban de responder el fuego, inútilmente.
            “Sabés una cosa, me cansé de esta vida. Me canse de que me critiques mi trabajo, mis gastos, tu mierda de tarjeta de crédito. No soporto tus quejas, tus caprichos y tu porno en HD. No TE soporto Gabriel. Ya no más. No me importa adonde tengo que ir, no me importa que va a pasar, te quiero fuera de mi vida”. Ana sacó a relucir su artillería pesada, junto con ataques aéreos que debilitaban más y más las defensas de Gabriel. Él trataba de escudarse, con un “vamos a calmarlos” o “vamos a pensar mejor, que estas diciendo, tranquilizate”. Pero, Ana no quería tranquilizarse, no quería tratado de paz. Quería Rendición incondicional, la capitulación del enemigo, porque su esposo se había transformado en eso, un enemigo.
            La avanzada final sobre las tropas de Gabriel fue maravillosa, Sun Tzu hubiera estado encantado. Primero, otro ataque aéreo más para terminar con las pocas fortificaciones   que tenía su esposo. Luego la artillería retumbó a más no poder por todo el living. Finalmente, la infantería avanzó hasta sofocar los últimos intentos de repeler el ataque. Mientras avanzaban por las trincheras, los soldados de Gabriel emprendían la retirada. Éxito absoluto, la batalla estaba ganada. Ana solo atinó a sonreír. Fue hasta su dormitorio, agarró un pequeño bolso, puso toda la ropa que pudo entrar en él y fue hasta el living. Estaba devastado. Muertos y pedazos de metal por todo el lugar. Su próximamente ex marido, sentado en una mesa, con su firma en un papel aceptando la rendición incondicional. Ana lo miro extrañada, como si se tratara de otro hombre. Pero era él mismo nada mas que, ahora, había mostrado una cara que ella no conocía. “Chau, en unos días mi abogado va a hablar con el tuyo” le contestó mientras cerró de un portazo la puerta y Gabriel, con el living devastado, con las armas destruidas, con sus soldados y los de ella desperdigados por todos lados, se puso a contar las bajas, enterrarlos, y llamar a su abogado.
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